El calvario: cómo fue el camino para llevar a juicio a un padre acusado por abuso

26/02/2018
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PALABRAS CLAVES

Por Analía Fangano, abogada de las víctimas

Matías Milano, acusado por el abuso sexual de sus dos hijos menores, logró evadir la Justicia durante 12 años con la complicidad de la Justicia y la policía. Cómo fue la lucha para llevarlo a juicio. 

Cuando una sucesión de entorpecimientos y falsedades se producen en una causa penal, y se prolongan por años, la búsqueda de justicia e igualdad procesal se convierten en un verdadero calvario.

Las etapas procesales se convierten en pasajes de un vía crucis angustiante, que tiene un objetivo claro y definido: alejar a las víctimas del pedido de justicia, del reclamo de lo justo, del reconocimiento en una sentencia de los derechos y de las garantías de constitucionales básicas.

En enero de 2005, empezó este peregrinaje. La primera etapa fue en el Juzgado de Familia que ordenaba visitas de los niños en el domicilio del padre, haciendo oídos sordos al perito asesor de incapaces de la oficina pericial. Luego siguieron la comisaria de la mujer, las fiscalías, las oficinas periciales y la Cámara Gesell, los archivos, la seguidilla de pérdidas del expediente y sobre todo, la desgastante tarea de lidiar con la corrupción.

Una causa de abuso sexual ultrajante con el agravante de haber sido reiteradamente, cometido por un ascendiente, en este caso el padre de la menor, que tuvo por testigo víctima esencial al hermano, sumado al delito de corrupción de menores, es muy simple de probar.

Las pruebas son las pericias psicológicas, los testimonios de los peritos de oficio, los testimonios de las víctimas y, sobre todo, la reproducción en el debate oral del testimonio de los propios niños vulnerados por su papá.

En este caso en particular, la certeza era tan clara y evidente, que fue necesario entorpecer las medidas de prueba y obstaculizarlas mediante la comisión de delitos, como la falsedad ideológica, el tráfico de influencias y, fundamentalmente, la connivencia de la fiscalía y la policía bonaerense, todo un accionar prevaricatizante que lleva más de 12 años.

En el año 2007, espontáneamente, los amigos del abusador, se presentaron una tarde en la Fiscalía Nro. 1 a cargo Andrés de los Santos, y le dictaron una suerte de agravios descalificantes para la madre de los niños, con el claro objetivo de desvirtuar la denuncia, y lograr, en cuestión de horas, el archivo.

Obediente con el imputado, el fiscal archivó la causa. Y he aquí la primera aparición de una conducta que se reiteraría a lo largo de los años.

Los encargados de notificar las resoluciones a las víctimas eran los policías de una comisaria vecina al domicilio del denunciado. Falseaban informes, inventaban notificaciones y testigos, y todo con consentimiento de la Fiscalía.

Lo mismo ocurrió con el turno de la Cámara Gesell. En una causa de estas connotaciones, se fija el turno con la urgencia que el caso requiere. Para mis representados, el turno llegó cuatro años después.

Y arribó de la peor manera, con una fiscal inexperta, que no conocía cómo tratar a un niño ni cómo se aplica un protocolo para esta medida de prueba.

La Fiscalía nunca instó la persecución penal hasta que la verdad clara y contundente la sobrepasó. Los chicos no mienten y recuerdan más de lo que se quiere oír. Ahí comenzó otra etapa del calvario, lograr que anoten en las actas la verdad de los hechos, tal como la relataban los psicólogos.

Los testigos también la pasaron mal. A cada uno de ellos, con saña, se les hacia comparecer a la Fiscalía para luego no tomarles declaración y designar un sin número de audiencias, todas contaminadas de maltrato y amedrentamientos, propios de quienes niegan ejercer su rol e intentan manipular la verdad.

Y, paralelamente, algo muy básico en derecho penal, el imputado nunca tuvo arraigo, es decir, domicilio fijo, con lo cual, jamás estuvo a derecho. Durante doce años se le permitió desplazarse con absoluta libertad. De hecho, en una oportunidad, se le dictó una orden de detención, cuya respuesta burló, fugándose primero a Uruguay y después fue escondido en una quinta familiar en La Reja, Provincia de Buenos Aires.

Luego intentó una suerte de internación en un centro de adicciones en la Ciudad de Buenos Aires, donde contó con la colaboración de familiares indirectos que se desempeñan como funcionarios públicos en el Consejo de la Magistratura y en el Ministerio Público Fiscal porteño.

Pero el entorno encubridor no tuvo en cuenta las características de su personalidad ni sus anhelos de exhibicionismo en las redes sociales. Aún así, la Policía bonaerense no lo detuvo. No solo por la falta de colaboración de la Fiscalía, sino porque siempre se alertó la búsqueda para facilitarle la fuga.

Mientras tanto, los niños tuvieron que soportar el hostigamiento constate por las redes sociales. Su padre, desde la clandestinidad, enviaba fotos, mensajes y videos permanentemente, con el claro objeto de dañarlos y sorprenderlos con distintos perfiles y fotos en Facebook.

Y, simultáneamente, la vergüenza mayor que significa para la Justicia, que camaristas y jueces de casación obedezcan a un pedido, sin leer o adrede, logrando la impunidad del abusador.

El camino elegido por las victimas fue siempre el de la Justicia, por eso se realizaron, denuncias penales, denuncias en la procuración, se recusaron fiscales y juzgados.

El berenjenal reside en la falta de persecución penal que se hizo, también, de todas esas denuncias. Ninguna prosperó y para lo único que se llamó a las víctimas fue para notificarles el archivo de todas las denuncias.

Contrariamente a la intención fiscal, las denuncias fueron ratificadas y las víctimas solicitaron medidas de prueba que se encuentran en curso. Llegando a los 10 años en la instrucción y tras reiterados pedidos, se elevó la causa a juicio oral.

Y, una vez más, se ignoraron los pedidos de detención solicitados. La fiscalía naturalizó que el único contacto del acusado sea el número de teléfono de su abogado. Ni siquiera solicitó su detención.

No solo el fiscal de juicio no acompañó, sino que sorprendió por lo creativo: sabiendo que el delito prevé para el imputado una pena entre 10 y 15 años de cárcel, solicitó una suerte de audiencia entre todas las partes, medida que no existe en el código procesal penal, con una absoluta indiferencia a la posibilidad de fuga.

Nuevamente, durante la sustanciación de estas medidas dilatorias, alertado quizá, por la propia Fiscalía, el imputado volvió a fugarse. Para la clandestinidad, tenía prevista una red de vínculos, comenzando con una mujer nacionalidad paraguaya residente en Uruguay.

Los agentes de la policía realizaron tareas de inteligencia previa y, con la colaboración y la coordinación de ambos países, se logró la detención y extradición. Recién aquí, tuvimos igualdad procesal, con la única certeza de que el juicio un día iba a llegar.

Más allá de las valoraciones que pueda hacer el Tribunal, de la prueba que se produzca dentro del debate y la ya producida y agregada en el expediente, habrá sentencia.